Esta Navidad me quedé unos días solo con mi hija y como eso es algo extraordinario salimos a ver el centro de Córdoba adornado, a montarnos en las atracciones y a cenar. Saludé a conocidos con los que llevaba cierto tiempo sin verme y noté una mirada extraña, incluso ganas de preguntar, lo que también me causó extrañeza a mi. Finalmente, en el restaurante donde cené, la camarera, que también llevaba tiempo sin verme, me aclaró la situación con ciertas insinuaciones: pensaba que me había separado o divorciado.
Lo cierto es que en Navidad un hombre con una niña de 7 años paseando y cenando solos en un restaurante es la estampa viva de un divorciado. Rápidamente caí en que los convenios reguladores reparten la estancia de los hijos con los progenitores en estas fechas, por lo que suelen estar, dependiendo de los años, con el padre o la madre desde el inicio de las vacaciones escolares hasta el 31 al medio día y con el otro hasta el fin de las vacaciones, alternando la estancia al año siguiente. Todo el que me miró con cara de sorpresa (no sabía que éste se había divorciado) pensaría que estaría en el periodo en el que me “tocaba mi hija”; no era mi caso aunque ciertamente no era ninguna locura pensar en que esa podía ser mi situación.
Este hecho mi hizo reflexionar sobre el divorcio, no desde el punto de vista jurídico, que es mi forma de verlo por “deformación profesional”, sino en el plano personal, que indudablemente es más interesante. Cuando no existen hijos por medio y problemas conyugales más o menos serios el divorcio suele ser la mejor solución, aunque el acopio de bienes materiales cause algún problema en el reparto. Otra cuestión bien distinta se presenta con la existencia de los hijos. En ese caso el divorcio te soluciona los problemas conyugales pero crea otro: la relación con los hijos. No seré yo quién le ponga peros al divorcio, que creo que es una herramienta jurídica indispensable, pero desde luego no creo que deba tomarse tan a la ligera el asunto como en en ocasiones advierto. Evidentemente todos nos acostumbramos a los cambios que se nos plantean, tanto hijos como padres, pero sí creo que hay que sopesar mucho el paso a dar, pues tanto para el que obtenga la custodia de los hijos (generalmente la madre) como para el que tenga un régimen de visitas, más o menos amplio, se crean unos nuevos problemas con la relación con los hijos y con la expareja que no siempre son “mejores” que los existentes en el seno de la pareja.
Como reza el dicho, a grandes males grandes soluciones, y cuando la situación familiar es inviable la mejor solución es el divorcio e intentar rehacer las vidas de forma más satisfactoria. Ahora bien, en ciertas ocasiones podemos ver cómo pequeñas disputas, desilusiones o frustraciones en la pareja, incluso ciertos caprichos que normalmente achacamos a la falta de madurez de algunos de los cónyuges, acaban dando lugar a un divorcio que acaba siendo un problema mayor que el que se quería solucionar, con graves desarreglos tras el divorcio en la relación con la expareja y con los hijos. A veces, incluso, se trata de retroceder en la errónea decisión, situación imposible en la mayor parte de las ocasiones; cuando un cristal se rompe puede pegarse pero nunca vuelve a ser el mismo cristal, aunque se recomponga con gusto y quede más artístico, pero el riesgo hace que no sea conveniente, por si acaso, romperlo.
Lo cierto es que en Navidad un hombre con una niña de 7 años paseando y cenando solos en un restaurante es la estampa viva de un divorciado. Rápidamente caí en que los convenios reguladores reparten la estancia de los hijos con los progenitores en estas fechas, por lo que suelen estar, dependiendo de los años, con el padre o la madre desde el inicio de las vacaciones escolares hasta el 31 al medio día y con el otro hasta el fin de las vacaciones, alternando la estancia al año siguiente. Todo el que me miró con cara de sorpresa (no sabía que éste se había divorciado) pensaría que estaría en el periodo en el que me “tocaba mi hija”; no era mi caso aunque ciertamente no era ninguna locura pensar en que esa podía ser mi situación.
Este hecho mi hizo reflexionar sobre el divorcio, no desde el punto de vista jurídico, que es mi forma de verlo por “deformación profesional”, sino en el plano personal, que indudablemente es más interesante. Cuando no existen hijos por medio y problemas conyugales más o menos serios el divorcio suele ser la mejor solución, aunque el acopio de bienes materiales cause algún problema en el reparto. Otra cuestión bien distinta se presenta con la existencia de los hijos. En ese caso el divorcio te soluciona los problemas conyugales pero crea otro: la relación con los hijos. No seré yo quién le ponga peros al divorcio, que creo que es una herramienta jurídica indispensable, pero desde luego no creo que deba tomarse tan a la ligera el asunto como en en ocasiones advierto. Evidentemente todos nos acostumbramos a los cambios que se nos plantean, tanto hijos como padres, pero sí creo que hay que sopesar mucho el paso a dar, pues tanto para el que obtenga la custodia de los hijos (generalmente la madre) como para el que tenga un régimen de visitas, más o menos amplio, se crean unos nuevos problemas con la relación con los hijos y con la expareja que no siempre son “mejores” que los existentes en el seno de la pareja.
Como reza el dicho, a grandes males grandes soluciones, y cuando la situación familiar es inviable la mejor solución es el divorcio e intentar rehacer las vidas de forma más satisfactoria. Ahora bien, en ciertas ocasiones podemos ver cómo pequeñas disputas, desilusiones o frustraciones en la pareja, incluso ciertos caprichos que normalmente achacamos a la falta de madurez de algunos de los cónyuges, acaban dando lugar a un divorcio que acaba siendo un problema mayor que el que se quería solucionar, con graves desarreglos tras el divorcio en la relación con la expareja y con los hijos. A veces, incluso, se trata de retroceder en la errónea decisión, situación imposible en la mayor parte de las ocasiones; cuando un cristal se rompe puede pegarse pero nunca vuelve a ser el mismo cristal, aunque se recomponga con gusto y quede más artístico, pero el riesgo hace que no sea conveniente, por si acaso, romperlo.
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